Hoy puede ser un gran día, o no.
Mariel Fuentes
Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así. Que todo cuanto me rodea lo han puesto para mí, y que solo debo sentarme al festín. Durante años comprendí aquella frase, aquella famosa canción, como la fórmula mágica de la felicidad. El buen o mal devenir en esta vida tenía que ver con un planteo voluntarioso. Pero no. He caído en la cuenta de que los grandes días no pueden plantearse…
A menudo pasa que cuanto más se desea “algo”, más ese “algo” demora su llegada hasta nosotros. Y esto no es un invento mío. Buena prueba resulta aquél best seller que enumera todas las pequeñas-grandes desgracias del ser humano, popularmente conocidas como Las Leyes de Murphy. De hecho, mi vida es una continua ilustración de sus fatídicas situaciones: cuando estoy esperando un colectivo de la línea 180 “ramal 155”, no hacen más que llegar los que acusan “por barrio San Alberto”; y si la situación es inversa, los del cartel “ramal 155” parecen multiplicarse ante mis ojos. No quiero desviarme de la cuestión primera. Tampoco pretendo hacer apología del pesimismo. Pero cierto es que aunque me “plantee” que aquél fuera un gran día, el colectivo seguirá pasando delante de mis narices cuando me falten todavía unos veinte metros para llegar a la parada. De nada servirá que me apresure ni que aletee enérgicamente los brazos: el conductor volverá a hacerse el desentendido.
Sin embargo, a pesar de todo lo expuesto, arrimé sospechas a mi negativa visión. Traté de confiar en las insinuantes palabras de Joan Manuel Serrat, y sin demasiados rodeos decidí, el lunes pasado, planteármelo feliz. Pero fue en vano. Asistí a un día híbrido, sin color, sin gestos. En un momento, volviendo del trabajo, una tierna imagen familiar amenazó con desalentar mi teoría, acariciándome el entumecido corazón. Se trataba de una madre que subía a babucha a su hijo (de unos tres años), sobre los hombros de quien aparentaba ser el padre de la criatura. Frente a las dificultades para sostenerse del pequeño, la madre le gritó un escalofriante “¡agarrate bien, tarado!”. Sin palabras.
Pero aún cuando los grandes días no puedan plantearse, esto no significa que no existan. Los grandes días, aquellos que componen lo mejor de nuestra biografía, suceden. Y al revés de lo que postula la canción, son días impensados, insospechados. Nos arrebatan, nos sorprenden. Se asemejan a fatalidades. Aparecen detrás de la puerta menos prometedora. Uno no anda preparándose cada mañana para reconocer, por ejemplo, un gran amor. Pero un gran amor no necesita, y quizá ésta sea su más sagrada condición, de nuestra voluntad.
A menudo pasa que cuanto más se desea “algo”, más ese “algo” demora su llegada hasta nosotros. Y esto no es un invento mío. Buena prueba resulta aquél best seller que enumera todas las pequeñas-grandes desgracias del ser humano, popularmente conocidas como Las Leyes de Murphy. De hecho, mi vida es una continua ilustración de sus fatídicas situaciones: cuando estoy esperando un colectivo de la línea 180 “ramal 155”, no hacen más que llegar los que acusan “por barrio San Alberto”; y si la situación es inversa, los del cartel “ramal 155” parecen multiplicarse ante mis ojos. No quiero desviarme de la cuestión primera. Tampoco pretendo hacer apología del pesimismo. Pero cierto es que aunque me “plantee” que aquél fuera un gran día, el colectivo seguirá pasando delante de mis narices cuando me falten todavía unos veinte metros para llegar a la parada. De nada servirá que me apresure ni que aletee enérgicamente los brazos: el conductor volverá a hacerse el desentendido.
Sin embargo, a pesar de todo lo expuesto, arrimé sospechas a mi negativa visión. Traté de confiar en las insinuantes palabras de Joan Manuel Serrat, y sin demasiados rodeos decidí, el lunes pasado, planteármelo feliz. Pero fue en vano. Asistí a un día híbrido, sin color, sin gestos. En un momento, volviendo del trabajo, una tierna imagen familiar amenazó con desalentar mi teoría, acariciándome el entumecido corazón. Se trataba de una madre que subía a babucha a su hijo (de unos tres años), sobre los hombros de quien aparentaba ser el padre de la criatura. Frente a las dificultades para sostenerse del pequeño, la madre le gritó un escalofriante “¡agarrate bien, tarado!”. Sin palabras.
Pero aún cuando los grandes días no puedan plantearse, esto no significa que no existan. Los grandes días, aquellos que componen lo mejor de nuestra biografía, suceden. Y al revés de lo que postula la canción, son días impensados, insospechados. Nos arrebatan, nos sorprenden. Se asemejan a fatalidades. Aparecen detrás de la puerta menos prometedora. Uno no anda preparándose cada mañana para reconocer, por ejemplo, un gran amor. Pero un gran amor no necesita, y quizá ésta sea su más sagrada condición, de nuestra voluntad.
5 comentarios:
estimada Mariel: no existe tal cosa como plantearse un gran día, sí plantearse que puede serlo, cómo no, pero tal vez salga una soberana bazofia. Te diría que la única táctica de éxito asegurado, como en toda actividad, es la falta total de expectativas. Nada podrá defraudarte y siempre recibirás lo bueno como un regalo impensado. Si de Serrat se trata, me inspiraría más en Toca madera: "...y ajústate los machos, respira hondo, traga saliva, toma carrera, abre la puerta, sal a la calle, cruza los dedos... toca madera"
No pares de contar, Mariel.
?Puede ser?
Mario.
Puede ser. Y será. Un abrazo. Mariel.
Eso, Mariel.
No pares de contar.
Y no dejes de esperar.
Saludos.
pablO
Pablo,
me encantaron tus dibujos!Paseé por tu blog apurada casi sin leer así q'no sé si y quién(es)fueron tus profes,Felicitaciones!me pego otra vueltita y lo leeré,florbb
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