. “Soy como el rey de un país lluvioso”, empieza un poema de Baudelaire. Pregunto, y no se trata de melancolía: ¿somos ya un país lluvioso, de esos con playas a las que la gente va con paraguas? Pena, si fuera así: muchas cosas se han ido, diría María Elena Walsh, al cielo del olvido, pero sol, que yo sepa, había.
. Cada vez más gente se queda ante el televisor para ver programas de cocina. Los cocineros y cocineras mediáticos no paran de hablar mientras destripan pescados o baten furiosamente huevos, con el propósito de evitar el vacío, el bache. Lo cierto es que es interesante, y con gran hinchada. No es improbable que los ímpetus de las utopías revolucionarias de hace unas décadas, las hemorragias pavorosas, se hayan reciclado-palabra más o menos de moda- a las sartenes y los fuegos de las hornallas. Todo un sendero, poco luminoso: de la fantasía voluntarista del hombre nuevo, que debía conseguirse a los tiros, al besugo al horno con cebollitas, papas, algo de romero, chorro de oliva virgen, poca sal –el revolucionario ya es hipertenso-, gota de tabasco y no más de diez minutos de cocción a temperatura fuerte.
Mario.

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